“Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser, ciego en Granada”
He recordado estos días este pequeño poema del poeta mexicano Francisco de Asís de Icaza, y esto me ha hecho reflexionar. Ciertamente se podría considerar una desgracia ser ciego en una ciudad tan hermosa, no poder calibrar la belleza de sus monumentos, sus hermosos atardeceres, la majestuosidad de Sierra Nevada a sus espaldas, en fin, ¿qué decir que ya no se halla dicho de tan asombrosa ciudad?.
Pero yo quiero ir más allá. Quisiera pensar en una terrible ceguera que nos afecta, que nos impide ver la gloria de Dios en medio de una creación que nos habla a gritos de ella, de lo corto de vista que somos, siendo únicamente capaces de percibir aquello que creemos que nos atañe, que engañosamente creemos que nos interesa.
“Porque las cosas invisibles de Él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa”. (Romanos 1:20).
“Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos”. Nos dice el salmista en el primer verso del salmo 19.
¿Cuántos tropiezos nos podríamos evitar considerando tan solo la grandeza con que Dios nos ha rodeado?. Sin embargo, y para nuestra desgracia, preferimos cerrar los ojos, no considerar su presencia y ser nuestros propios dioses, dioses con minúscula, porque no hay ninguna grandeza en ello. Hemos creado un mundo paralelo al creado por Dios, plagado de miserias, de terribles contradicciones, donde triunfan el odio y la maldad, sin levantar nuestros ojos y darle a Dios el lugar que le corresponde, para que pueda darle sentido a nuestras vidas.
En medio de una creación tan hermosa, cargada de armonía, nosotros, los seres humanos, damos de continuo la nota disonante, creando una y otra vez el caos, el dolor y la muerte, donde Dios pensó traer su belleza y esplendor. Vamos como un elefante en una cacharrería, atropellándolo todo, dando palos de ciego, sin percibir la gloria que Dios nos quiere mostrar. Somos los arquitectos de los grandes basureros.
No quiero sembrar pesimismo con estos pensamientos, quiero invitarnos a abrir los ojos, porque Dios está ahí, Él se nos ha mostrado en Jesús y nos ha manifestado una vez más su gloria.
“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. (Juan 1:14).
“Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas”. (Juan 12:46).
Creámoslo o no, vivimos rodeados de la gloria de Dios, de un Dios que no nos es lejano, que se quiere acercar a nosotros, que nos quiere mostrar la belleza de una vida vivida con Él. Como hemos leído, los cielos cuentan su gloria, pero necesitamos reconocerla y experimentarla.
Como se nos narra en el capítulo 20 de evangelio de Mateo, de aquellos dos ciegos que fueron llevados ante Jesús, y al ser preguntados por Él que qué querían que les hiciera, respondieron; “Señor que sean abiertos nuestros ojos”.
“Porque la tierra será llena del conocimiento de la gloria del Señor, como las aguas cubren el mar”. Así se expresaba el profeta Habacuc, seiscientos años antes de la encarnación de Jesús, y esa es mi oración por todos nosotros, no solo que la tierra esté llena de la gloria de Dios, que lo está aunque no lo veamos o, lo que es peor, que no lo queramos ver, sino que sea conocida, vista y admirada por todos. ¡Cuántas cosas cambiarían si así fuera!.
Termino con la letra de ese corito que solíamos cantar hace ya tiempo en nuestras reuniones.
“Una cosa yo sé y en esa creo que antes era ciego, ciego, ciego y ahora veo.
Y el peor de los ciegos es todo aquel que teniendo la vista no quiere ver”.
Juan Rodríguez Mimbrero