Amados hermanos míos, no se engañen. Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación. (Santiago 1:16-17)
Todos queremos ser bendecidos en una u otra manera, en todos los ámbitos de nuestras vidas. Nadie emprende una tarea buscando fracasar. Cualquiera que compra un boleto de lotería, alberga una pequeña esperanza al menos de que resulte premiado.
En estos versículos con los que hemos encabezado esta reflexión encontramos dos verdades, a las que nos sería altamente beneficioso prestar atención.
En primer lugar el escritor sagrado nos dice que todo lo bueno viene de Dios. Él nos ha dado la vida, todo lo necesario para nuestra subsistencia, el agua, el aire, la comida, nos proporcionó una familia, amigos, nos dio talentos y habilidades con los que podemos mantenernos a flote, y tantas y tantas cosas que nos sería difícil enumerar.
Bendice, alma mía, al SEÑOR, y no olvides ninguno de Sus beneficios. (Salmo 103:2).
Pero hay algo muy especial, es que Dios nos creó con el propósito de vivir estrechamente relacionados con Él, y hemos cometido el error de alejarnos de Él, y ese es el porqué de nuestras muchas insatisfacciones, de nuestras frustraciones, aun de nuestras derrotas.
Porque dos males ha hecho Mi pueblo:
Me han abandonado a Mí,
Fuente de aguas vivas,
Y han cavado para sí cisternas,
Cisternas agrietadas que no retienen el agua. (Jeremías 2:13).
Mientras queramos vivir de espaldas a Dios, no tendremos garantía de victoria total, aunque si, como dijo Jesús, ganásemos el mundo, acabaríamos en el más terrible de los fracasos.
Pues ¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma? (Mateo 16:26).
El deseo de Dios es bendecirnos, traernos de nuevo a su lado, restaurar y salvar nuestras vidas.
Porque así dice el SEÑOR… “Búsquenme, y vivirán”. (Amós 5:4).
Y la segunda y hermosa verdad de estos versículos nos habla de la inmutabilidad de Dios. ¡Él no cambia!. En un mundo cambiante, donde los fundamentos son una y otra vez removidos, donde lo que ayer era malo, hoy es bueno, y viceversa, donde se nos hace difícil mantener el rumbo, donde es tan fácil perderse, Él es la roca de los siglos, segura, inalterable, a la que podemos mirar en todo momento.
Cuentan la historia de la malvada treta de los llamados piratas de rivera. En una costa rocosa y llena de peligros, en los días oscuros, en los que los marineros no podían guiarse por las estrellas, estos se guiaban por un faro que alumbraba desde la costa. La luz del faro daba una referencia a los pilotos de los barcos para que estos pudieran navegar a salvo de las rocas, eludiendo el peligro de los bajos fondos y los acantilados. Entonces los piratas apagaban el faro, y al mismo tiempo colocaban una gran hoguera sobre un carro tirado por bueyes, que ponían en marcha por los caminos que bordeaban la costa. Cuando los navegantes veían esta luz la confundían con el faro y la tomaban como referencia, pero esta luz, cambiante, les llevaba hacia las rocas, al naufragio, donde los piratas saqueaban su carga.
Las referencias que el mundo nos da, cambiantes, confusas, nos llevan desgraciadamente al naufragio. Pero Dios no cambia, su Palabra no cambia, su amor hacia nosotros tampoco, y eso es una garantía para nuestro navegar por los mares de la vida.
El ladrón solo viene para robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. (Juan 10:10).
El cielo y la tierra pasarán, pero Mis palabras no pasarán. (Mateo 24:35).
Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos.
(Hebreos 13:8).
Los que a Él miraron, fueron iluminados. (Salmo 34:5a).
Juan Rodríguez Mimbrero