Esta es una historia que leí hace muchísimos años, en un hermoso libro que, como todos los libros que llegan a significar algo, inexplicablemente se pierden. Trataré de recomponerla tal y como era, como me impresionó en su momento, no sé si lo conseguiré, pero al menos lo voy a intentar.
Era una hermosa catedral, no había pasado mucho tiempo desde su construcción, pero había ganado fama por su belleza. Todos la visitaban, admiraban sus piedras, sus esbeltas columnas, sus maderas, el exquisito trabajo de los canteros, los albañiles, los carpinteros y tantos otros artesanos que trabajaron en ella, pero lo que más apreciaban sus visitantes eran sus maravillosas vidrieras, que en una artística mezcla de dibujos y colores dejaban pasar la luz en un espectáculo sobrecogedor y majestuoso.
Una mañana, al abrir sus puertas presenciaron un espectáculo sobrecogedor. El viento, quizás, las aves, un rayo de la pasada tormenta o un desconocido fenómeno, habían tirado por tierra una de la vidrieras, la más preciosa de todas para muchos. El corazón de los presentes se sobrecogió en un amargo nudo de estupor y tristeza.
Trataron de juntar los pedazos esparcidos por el suelo, recomponerlos, pero les era totalmente imposible, ellos no tenían el arte de sus creadores y estos hacía tiempo que habían seguido su camino hacia otras ciudades, quizás otros países, en su creativo peregrinar. Cuando se rindieron a la evidencia, guardaron los pedazos en unas cajas, los pusieron en un rincón, y buscaron quien pudiera llenar el hueco con otra vidriera. El nuevo artesano cumplió su tarea, aunque puso su mayor empeño y voluntad no había comparación, ni la luz, ni los colores llegaban a emular al original.
Pasados los años un anciano peregrino visitó la catedral. En sus ojos había un brillo especial mientras miraba las paredes, las columnas, cada rincón, pero al dirigir su mirada a las vidrieras esta se detuvo en una de ellas, la miró una y otra vez, en su rostro se dibujó la sombra de la duda y llamando a uno de los porteros le preguntó:
-¿Qué ha pasado?, ¿Porque hay tanta diferencia entre esa y las demás?…
El portero le contó la historia, de como algo había destruido la primera, de cómo había sido sustituida, del porqué de la diferencia.
-¿Y los restos de la primera, que hicieron con ellos?
-Los guardaron en uno de los sótanos –respondió el portero-, no sé porque, ocupan mucho lugar y en realidad no sirven para nada, hace tiempo que los debimos de tirar a la basura, pero…ahí están.
-¿Me los puedes mostrar?
El portero le llevó al trastero, allí estaban, cubiertos de polvo, el anciano los vio, se acercó, tomó algunos fragmentos en sus manos, los miró, realmente pareciera que los acariciaba, mientras una lagrima corría por sus mejillas.
-¿Puedes preguntar a los responsables de la catedral si me dejan intentar recomponer los trozos de las vidrieras?
El portero hizo las consultas pertinentes, y todos estuvieron de acuerdo en dejar que lo intentara.
Pasaron unas semanas, se habían montado unos andamios, cubiertos con unas telas que imposibilitaban la visión de lo que allí se estaba haciendo, los que pasaban miraban y se preguntaban que podría ocurrir, hasta que llegó el día. La catedral estaba llena de gente, había un murmullo de fondo, de pronto las cortinas cayeron, la multitud guardo silencio, un exclamación contenida, la luz pasaba a través de la vidriera, hermosa, brillante, majestuosa, igual que la original…imposible describir tanto sentimiento desatado, tanta alegría, tanto esplendor.
-¿Quién es usted?, -preguntaron al anciano, llenos de admiración y curiosidad-.
-Cuando yo era un joven aprendiz, junto a mi padre, el más admirado de los vidrieros, trabajé en la construcción de esta catedral, compuse a su lado ésta vidriera, ahora, pasados tantos años, pasé a visitarla y al ver lo ocurrido me sentí impelido a reconstruir lo que un fatal accidente destruyó.
Espero haberlo contado lo más fiel al original, solo quiero añadirle un pequeño mensaje.
Dios nos creó, nos hizo hermosos, su luz brillaba a través de nuestras vidas, pero la más fatal de las tormentas, el pecado, nos derribó, desfiguró su imagen en nuestras vidas y nos arrinconó en el cuarto de los trastos rotos, lejos de su luz. Por fortuna Dios no nos olvidó y nos visitó en la persona de su Hijo, Jesús.
Vino a recomponer las cosas rotas
el antiguo carpintero de Nazaret.
Vino a recomponer las cosas rotas de la tierra,
la ley rota, los rotos corazones de los hombres,
y sus rotos sueños de felicidad.
Vino a recomponer las cosas rotas,
los restos de cada alma destrozada,
su Cuerpo, roto en la dura cruz,
recompuso nuestro ser.
Juan Rodríguez Mimbrero